Vigilantes, pero no vigilados
Mons. Juan del Río El ser humano tiene un derecho inalienable a su propia intimidad. No hay nada más incómodo que cuando nos sentimos observados con maledicencia por los otros. Llevar el control de la vida de los demás es un “deporte” muy común. Los sofisticados medios de investigación y vigilancia entre los Estados están muy de actualidad, y en ocasiones producen escándalos, con la consecuente alarma social. Así, ponemos vigilantes por todos los sitios, pero el hombre se ha olvidado de vigilarse a sí mismo.
Sin embargo, cuando la fe cristiana afirma que Dios es omnipresente, que vivimos y existimos en su divina presencia, nada tiene que ver con sentirnos vigilados por un Ser supremo que aguarda nuestras caídas, sino que es todo lo contrario: Él nos protege con su amor, ilumina nuestra mente, cuida de nuestros pasos, y respeta la libertad humana de tal modo, que dirá san Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
Ahora comenzamos el Año litúrgico con el tiempo de Adviento que corresponde a las cuatros semanas que anteceden al Nacimiento del Hijo de Dios. Ya las iglesias de Hispania y Galia conocieron durante el siglo IV un periodo de preparación espiritual para las fiestas de la Navidad y Epifanía, será en el pontificado de Gregorio Magno (590-604) cuando se consagra como la llamada anual a la espera vigilante de la venida de Cristo, que vino en carne mortal en Belén, que vendrá al final de los tiempos y que viene constantemente en los sacramentos de la Iglesia. Los modelos de esta expectación de gozo y conversión, nos la ofrecerá la Palabra de Dios de estos días: el profeta Isaías, Juan el Bautista, María y José.
La vida se va en “un suspiro”. No sabemos el momento de nuestra partida, cuando demos cuenta a Dios de nuestras acciones. Nadie tiene seguro que el pecado o equivocación que ha cometido tal persona, no se pueda dar en mí. Toda la predicación evangélica que es una continua llamada a estar en actitud vigilante contra los enemigos de la fe, pero también contra la complicidad que ofrecen nuestra malas inclinaciones: “vigilad y orad para no caer en la tentación, porque si bien el espíritu está bien dispuesto, la carne es débil” (Mt 26,41). San Pablo compara esta vigilancia a la de un soldado que ha de estar bien armado para que no se deje sorprender (cf. 1Tes 5,4—11).
Somos un misterio para cada unos de nosotros. La virtud de la vigilancia tiene su raíz en el conocimiento de uno mismo. Es necesario no asustarse de entrar “en la bodega interior”. A tener muy presente nuestra débil naturaleza humana. Debemos ser conocedores de la gran tendencia a adormecernos con las cosas materiales y los afectos desordenados. Cuando no vigilamos nuestro mundo interior, fácilmente sucede que nos quedamos ciegos para las cosas de Dios, olvidamos los grandes valores humanos y caemos en la soberbia de la vida.
El tiempo de Adviento “espolea” nuestro sentimiento y voluntad para que estemos atentos a las insidias del diablo, a huir de la mundanización, a no infravalorar que el vértigo de la pasión ciega la mente y a no dejarse dominar por el miedo. Para ello es necesario, intensificar la oración, haced un buen examen de conciencia y confesión, perseverar en el bien obrar, estar atentos a las pequeñas cosas de cada día, y crecer en generosidad con todos, principalmente con los más pobres. En fin, como dice san Bernardo: “Me pondré de centinela de mi mismo, me plantaré en la atalaya, vigilaré, porque la vida presente es tiempo de lucha”.
+ Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España
Fuente:: Mons. Juan del Río
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