Un aplauso para la Virgen

Mons. Jaume Pujol

Mons. Jaume PujolMons. Jaume Pujol    El 8 de diciembre de 1965, el papa Pablo VI clausuró el concilio Vaticano II, que había durado tres años. Escogió para ello la fiesta de la Inmaculada Concepción en honor a la Virgen y en petición de protección sobre la gran obra conciliar. Poco tiempo antes, cuando el mismo papa, en la aprobación de la Constitución sobre la Iglesia, dijo, de forma solemne: “Proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia”, los padres conciliares se pusieron en pie y rompieron a aplaudir. Era el modo humano de rendir homenaje a la Virgen, Madre de Dios y nuestra.

María, en efecto, no sólo tiene una relación singular con la Santísima Trinidad, sino que además la tiene con el género humano. Ya en el Génesis se prefigura a esta mujer, nueva Eva, de la que vendrá la redención del pecado a través de Jesucristo.

La devoción cristiana le ha dado muchos títulos a lo largo de la historia. Las letanías del rosario incluyen un ramillete. Son como modos de verla, atribuciones que posee, y que pronunciamos, con el corazón y los labios, como jaculatorias de alabanza, piropos a la Madre de Dios. Entre los títulos está el que da nombre a la fiesta de hoy: la Inmaculada, llamada también la Purísima, con una devoción popular tan arraigada.

Recuerdo muy bien que en mi pueblo, como en tantos otros, algunas personas cuando iban de visita a una casa, desde la entrada, pues la puerta de la calle solía dejarse abierta, avisaban de su presencia gritando: “¡Ave María Purísima!”, a la que desde arriba se le contestaba “sin pecado fue concebida”.

José María Pemán refiere que en Andalucía esta costumbre la administraban los serenos añadiendo a la invocación datos horarios y climatológicos, para información de quienes estaban en la cama, por si no dormían y estaban interesados en conocerlos.  En medio de la noche, elevaban la voz: “¡Ave María Purísima!… ¡Las tres y nublado!”.

Hace tiempo que ha desaparecido esta invocación callejera, y de hecho también han desaparecido los serenos. Pero pienso que no debe decaer en los cristianos la devoción a la Virgen María. A cualquier hora, y en cualquier tiempo meteorológico, podemos elevar el corazón a nuestra Madre del Cielo.

Especialmente hemos de pedirle guardar cada uno la virtud de la pureza, que nos lleve a amar de un modo más limpio y auténtico a Dios y a los demás. El papa Benedicto XVI, en su permanente diálogo con la cultura moderna, reconocía que a veces el hombre vive con la sospecha de que el amor a Dios crea en él una dependencia, y necesita desembarazarse de ella para ser plenamente él mismo; actúa como si Dios fuera un competidor, alguien que le prohíbe experimentar por sí mismo, incluso haciendo el mal, para poder tener un conocimiento más completo de las cosas.

La Virgen Inmaculada es, por el contrario, ejemplo de que quien se entrega totalmente a la voluntad de Dios, y le dice “he aquí la esclava del Señor”, es más libre, tiene el corazón más grande para el amor.

+ Jaume Pujol Bacells

Arzobispo de Tarragona y primado

Fuente:: Mons. Jaume Pujol

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