Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, y clausura del Año de la Fe

Mons. Manuel Ureña

Mons. Manuel UreñaMons. Manuel Ureña    Con la celebración de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, termina hoy el año litúrgico.

Las lecturas bíblicas de la Misa de este domingo (2 Sam 5, 1-3; Sal 121; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43) señalan los contenidos centrales o líneas de fuerza de la Solemnidad. Cristo se nos muestra hoy como el cumplimiento y la cima de David, que es ungido rey de Israel (cf 2 Sam 5, 1-3) y que, como tal, reúne en sí mismo al pueblo de Israel y lo guía a la victoria. Pues bien, Cristo el Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, descendiente del linaje de David según la carne, trasciende y supera cualitativamente a David, pues reúne en sí mismo a todos los hombres, reconciliando la tierra con el Cielo mediante su muerte en la cruz (cf Lc 23, 35-43) y abriendo las puertas del Paraíso con su resurrección gloriosa.

Como dice la síntesis perfecta que nos ofrece el himno cristológico de Col 1,12-20, Cristo preexiste a la creación del mundo invisible y a la creación del mundo visible, siendo anterior a todo. Él interviene en el acto creador, pues por medio de Él todo fue creado por el Padre, sin Él nada de lo que existe habría llegado a la existencia y todo se mantiene en Él. Y, si pasamos del orden ontológico de la creación al orden histórico de la redención, todos hemos obtenido por Él el perdón de los pecados. Por lo cual, Cristo ha quedado constituido Rey del Universo y cabeza de la Iglesia de los salvados.

La humanidad de todos los tiempos y de todas las geografías espera la segunda venida del Señor, Rey del Universo y cabeza de la comunidad de los santos. A Cristo lo esperamos todos, vivos y difuntos, y lo espera también todo el universo. Pero Él no se hará presente en el mundo como hizo en su primera venida. Entonces se mostró en kénosis, pues, como dice el himno cristológico de la carta de Pablo a los Filipenses, Cristo, “siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y pasando por uno de tantos” (cf Flp 2, 6-11). Ahora, en cambio, cuando se produzca su segunda venida, se mostrará con todo poder y majestad, viniendo a juzgar a vivos y a muertos, y a establecer gloriosamente el Reino mesiánico esperado por Israel (cf Hch 1, 6-7). En ese día de gloria, al que levantamos hoy nuestra mirada y cuyo advenimiento pedimos en la oración del Padrenuestro, resucitarán nuestros cuerpos y se unirán a nuestras almas, siempre intrínsecamente necesitadas de ellos.

Y, al mismo tiempo, celebramos en este domingo último del Tiempo ordinario la clausura del Año de la fe.

En comunión con el Santo Padre el Papa Francisco, que cierra hoy en Roma este año de gracia, también nosotros queremos coronar el camino personal y comunitario que hemos vivido durante todo este kairós que comenzó el 11 de octubre de 2012. Junto con la Iglesia universal damos gracias a Dios por el don de este año jubilar en el que hemos tenido una especial oportunidad para reavivar la fe.

Varias preguntas nos formulamos al término del Año de la fe. ¿Ha sido verdaderamente reavivada la fe en mi persona: en mi mente y en mi corazón? ¿Cuenta la fe en mi vida o sigo siendo un cristiano tibio? ¿Pesa la fe en mis juicios sobre la realidad o me dejo guiar en mis actos de conocimiento por la ideología del espíritu del mundo? ¿Creo en quien debo creer? ¿Descansa mi fe en su objeto adecuado? ¿Creo en Cristo desde la fe sobre Él contenida en la Escritura y en la Tradición de la Iglesia? ¿Son realmente el Concilio y el Catecismo de la Iglesia las fuentes de mi fe?

Y, respecto del acto de fe, ¿creo desde el acto de fe de la Iglesia o creo desde un acto de fe subjetivo, construido con mis propias fuerzas y, por tanto, falso?

¿He ido descubriendo la conexión entre fe y caridad? Tengamos muy presente que la fe sin la caridad no da fruto, y que la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. “La fe y la caridad – dice la carta apostólica Porta fidei – se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino”. No olvidemos que la virtud más grande es sin duda el amor, la caritas, pero partamos siempre del principio de que sólo gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado (Porta fidei, 14).
A una con el Papa Francisco nos dirigimos a María, la primera creyente y la primera testigo de la fe, con la oración a la Virgen que cierra la carta encíclica Lumen fidei:

“¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de Él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor”.

+ Manuel Ureña

Arzobispo de Zaragoza

Fuente:: Mons. Manuel Ureña

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