Santa María, un dique contra un sistema construido sin Dios

Mons. Carlos Osoro

Mons. Carlos OsoroMons. Carlos Osoro     Al acercarse la solemnidad de la Inmaculada Concepción, he pensado en lo que ha significado la Virgen María en nuestro tiempo. Lo que hemos vivido en el siglo XX y lo que va del siglo XXI ha provocado ausencias en lo que se refiere a manifestaciones y presencias de la mariología –hasta ausencias artísticas–, pero también es verdad que Ella ha seguido estando presente en el dinamismo de la vida social. ¡Cuántos han tendido una relación con Dios porque han mantenido su relación con la Virgen María! La Santísima Virgen María ha sido y sigue siendo un poderoso dique para unos hombres que construimos la vida desde valores opuestos a los que Ella vivió. Lo suyo no fue el poder, el dinero o la racionalidad. Lo suyo fue la escucha, la decisión y la acción. Escucha siempre a Dios, está atenta a todas sus manifestaciones, a los signos que realiza en su vida, a la dirección que la Palabra de Dios marca. Ella escucha con una tremenda atención. No vive de superficialidades. Por otra parte, su decisión es inmediata, pero no improvisada, como nos dice el Evangelio: “meditaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 19); no hace las cosas aprisa –recordemos cuando Ella pregunta al Ángel “¿Cómo será eso?” (Lc 1, 34)–; pero siempre decide, y decide lo fundamental, que es lo que Dios le propone: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38). Y, por último, también la acción, pues cuando tiene claro que Dios se lo pide, no vuelve la vista, hace lo que le pide, no se detiene, no se demora, “fue deprisa” (cf. Lc 1, 39).

En este momento de la historia, es muy importante para el cristiano descubrir a María como mujer de escucha, de decisión y de acción. ¿Por qué? Ante tantas palabras que llegan a nuestra vida, imitemos a María para que sepamos distinguir la que viene de Dios y escucharla, y también para saber escuchar a cada persona con la que nos encontremos. Hemos de decidirnos, con firmeza, a obedecer a la Palabra de Dios sin vacilar, con valentía y audacia, sin dejar que nuestra vida sea arrastrada por otros que deciden por nosotros. Imitemos a María. Por otra parte, nuestra acción siempre debe ir en dirección a los demás. Fue a los demás a los que María llevó la luz que es el mismo Jesucristo. Imitemos su acción. Es todo un programa para contemplar en la Virgen María y para realizar en este tiempo de Adviento en el que la Iglesia nos la propone como una figura singular. Pidamos a la Virgen María que nos regale su manera de ser, discípula misionera y maestra que enseña lo que vive. Ella se nos presenta como educadora para la comunión eclesial, para vivir en la lógica de la fe como verdadera ciudadana del mundo que se olvida de sí para llenarse de Dios.

La Inmaculada Concepción es símbolo de quien desea ser enteramente para Dios y alcanzar “la belleza más grande” que solamente la puede dar Él. Es símbolo también de la vida, es Madre de Dios, es Madre de la Vida. Ella, dando rostro a Dios y siendo su vientre el primer sagrario que contuvo a Dios mismo, se convierte en la expresión más grande que un ser humano puede dar del amor, de la libertad y de la justicia. Es símbolo de la expresión más grande de la disponibilidad. Toda para Dios y porque Dios le pide que le preste toda la vida. Es la mujer que se convierte en la respuesta más significativa de lo que son las exigencias del mundo de hoy. Ella, nada más ni nada menos que la que se presta a ser un cauce para comenzar la cultura del encuentro. Esa cultura que tiene el origen en un Dios que se hace Hombre, se hace uno de tantos y entra en contacto con esta humanidad tomando rostro humano en el vientre de esta mujer que es María. Ella acoge, nos enseña a recuperar el valor que tiene la acogida de un Dios que nos hace hijos de Dios y hermanos entre todos nosotros. Un Dios que no llega para hacer una competición para ver quién es el que más puede, o una invasión, sino un encuentro. Nadie acogió a Dios como Ella, acoge al Dios que viene, al enteramente otro y, así, se comprende a sí misma y se convierte en maestra para comprender el plan de Dios.

¿Por qué tiene hoy especial importancia la figura de la Santísima Virgen María? En esta cultura del enfrentamiento, de la confrontación, de lo que el Papa Francisco llama “cultura del descarte”, la figura de María nos da firmeza en lo esencial, da estabilidad, da identidad personal y social. Ella da testimonio de la presencia de Dios en la historia y es protagonista singular de esa presencia. Se convierte en un símbolo que mantiene firmes a los hombres en los cambios de época, y hoy estamos viviendo un cambio de época sustantivo. Precisamente, el Magníficat es ese icono de la misericordia, de la compasión divina y paradigma de la acogida y del encuentro con el otro: “Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación” (Lc 1, 48-50). ¡Qué expresión tan bella y qué calado tiene en la vida de los hombres!: “Su misericordia alcanza de generación en generación”. Y alcanza su máxima belleza en este momento de la historia en que toda la humanidad, de formas diferentes, está dando un grito que demanda misericordia.

La Virgen María es carta de la misericordia de Dios para los hombres. Es carta que esperamos siempre. Por ello es tan venerada la Virgen, por ello adquieren fuerza de profecía aquellas palabras del Beato Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio, que pronunció el 11 de octubre de 1962: “la doctrina de la Iglesia es conocida y está ya fijada… La Iglesia ha resistido los errores de todas las épocas… A menudo también los ha condenado, en ocasiones con gran severidad… Hoy en cambio la esposa de Jesucristo prefiere emplear la medicina de la misericordia antes que el arma de la severidad”. Con ello, caracterizaba un nuevo estilo pastoral. Después, el Beato Juan Pablo II desarrolló y profundizó lo sugerido por el Beato Juan XXIII con el testimonio de su propia vida, que hizo del tema de la misericordia el hilo conductor de su pontificado. Ya en 1980, con su encíclica “Dives in misericordia”, nos hablaba de la fuerza de la misericordia y de la compasión ante un ser humano profundamente amenazado. Quizá, por eso, quiso llamar al segundo Domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia. ¡Qué fuerza tiene sus palabras en su libro “Memoria e identidad”!: “El límite impuesto al mal es en último término, la misericordia divina”. Benedicto XVI incide en lo mismo y en la encíclica social “Caritas in veritate” no parte ya de la justicia, sino del amor como principio fundamental de la doctrina social de la Iglesia. La misericordia es una provocación ante el desaliento, la desesperanza y la desorientación. Hacer ver lo que es la misericordia de Dios es el gran mensaje de confianza y de esperanza que hemos de regalar a los hombres.

La fiesta de la Inmaculada Concepción nos recuerda a todos, de parte de Dios:

1) que la adhesión a Dios es lo primero para el hombre, es el centro de la vida, Él es nuestra fuerza;
2) que la actuación de Dios en la vida del hombre nos sorprende siempre, hay que escucharlo;
3) que con Dios y con su gracia se elimina el poderío del pecado;
4) Si dejamos actuar a Dios, cambia nuestro corazón y lo hace nuevo;
5) Lo más revolucionario es que Cristo habite en nosotros;
6) Dios nos pide fidelidad, acogerlo es nuestro sí a Dios y a los hombres;
y 7) La belleza de Dios se esconde tras de todo.

Con gran afecto os bendice

+ Carlos Osoro,

Arzobispo de Valencia

Fuente:: Mons. Carlos Osoro

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