Los cuidadores de nuestros ancianos

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Gil_HellinMons. Francisco Gil Hellín     La emigración es una realidad que acompaña a la humanidad como la sombra al cuerpo. Eso explica que, aunque bajo formas diversas y cambiantes, haya existido desde siempre. La novedad actual radica en sus proporciones y en la interacción a nivel global.

Como suele ocurrir con casi todos los fenómenos humanos, la emigración tiene aspectos positivos y negativos. Si, por una parte, pone sobre la mesa las lagunas de los Estados y de la Comunidad internacional, por otra manifiesta la legítima aspiración que tienen los hombres de verse libres de la miseria, asegurar la propia subsistencia, la salud, un trabajo estable, tener acceso a situaciones mejores de instrucción. Brevemente, “hacer, conocer y tener más para ser más”, en palabras de Pablo VI.

Para lograr estas aspiraciones se necesita, en primer lugar, tener una  idea correcta sobre el desarrollo humano. Es evidente que éste no puede ser concebido como un mero crecimiento económico, máxime si es obtenido con cargo a los más débiles e indefensos. Hay que tener la firme persuasión de que el mundo sólo puede mejorar si el punto de mira está dirigido ante todo a la persona; si la promoción de la persona es integral: en todas sus dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a nadie: pobres, enfermos, presos, necesitados, forasteros y si somos capaces de pasar de la cultura del rechazo a la del encuentro y de la acogida, como señala el Papa Francisco.

Hemos dado muchos pasos en el buen sentido. Es verdad que todavía se siguen oyendo frases como “los emigrantes nos quitan trabajo” y “los emigrantes son un problema”. Pero -como señalan los obispos españoles en un Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que celebramos el próximo domingo-, “cada vez son más numerosas las personas conscientes de la aportación que los emigrantes han supuesto y siguen suponiendo para nuestro país. Bastaría fijarse en quiénes son los cuidadores de muchos de nuestros ancianos”. Pero hay que añadir la riqueza que aportan con su edad, su cultura, su sensibilidad y, sobre todo, con la posibilidad que nos ofrecen a nosotros de abrirnos a la solidaridad y a la fraternidad.

La superación del escándalo de la pobreza es la segunda condición para alcanzar las aspiraciones de los emigrantes. Entre otras pobrezas cabe señalar: la explotación de los niños y de las mujeres, la discriminación, la marginación, la restricción de la libertad legítima. Tendría que golpear nuestra conciencia que, mientras muchas personas se ven obligadas a huir de situaciones de miseria o persecución para salvar la vida o mejorar sus condiciones, encuentren desconfianza, cerrazón y exclusión. Es verdad que ningún país puede afrontar él solo todo el problema, pero los hombres deberíamos ser más conscientes de que Dios nos ha hecho a todos hijos suyos y hermanos entre nosotros.

Por último, es necesario superar prejuicios en la evaluación de las migraciones. Pues no es infrecuente que la llegada de emigrantes, de prófugos, de refugiados, de los que piden asilo provoquen sospechas y hostilidad en las comunidades de llegada. Se tiene miedo a que surjan problemas sociales, a perder la propia identidad y cultura, que aumente la competencia en el campo laboral o que se incluyan nuevos factores de criminalidad.

Los cristianos tenemos mucho que decir y hacer en este campo. Porque nosotros sabemos que la imagen de Dios está impresa en todos los hombres, que el hombre no es un mero productor, que la persona vale más por lo que es que por lo que produce, que los bienes de la tierra han sido creados para que todos podamos vivir de modo digno, que los pobres son los preferidos del Señor, y que lo que hagamos con uno de los emigrantes se lo hacemos al mismo Cristo. Pongamos en valor todas estas creencias y no tengamos miedo al mundo que de ahí saldrá. Porque será más humano y más cristiano.

+Francisco Gil Hellín,

Arzobispo de Burgos

Fuente:: Mons. Francisco Gil Hellín

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