El demonio, ese ser oscuro, y la real fuerza de la tentación
Redacción (Viernes, 10-01-2014, Gaudium Press) El demonio. No deja de ser ese un tema relevante, pero a ser tratado con el necesario equilibrio, que no es el de la indiferencia estúpida a un ser que importa, pero tampoco el de una sobrevaloración que incite un temor irracional. El equilibrio lo da simplemente la realidad: qué es el demonio, qué puede hacer, y cómo nos prevenimos de su acción.
Primero, hemos de decir que no es optativo para un católico creer en la existencia del diablo, pues es una verdad de fe ratificada por las Escrituras y por los muchísimos pronunciamientos del magisterio al respecto.
Detalle del pórtico de entrada de la Catedral de Notre-Dame de París |
Cuando se dice «demonio», se hace referencia a la multitud de ángeles caídos, creados en gracia de Dios pero que contra Él se rebelaron, teniendo a su cabeza a Lucifer, muy probablemente el ángel más alto de los salidos de la Mano Divina. Lamentablemente su destino está sellado, no tienen posibilidad de redención (Denz. 211).
Son ángeles, y a pesar de su caída en desgracia han conservado todo el poder de la mera naturaleza angélica, que es inmenso, y que sería desastroso para el ser humano, si Dios permitiera que lo ejerciera en toda su amplitud.
Entretanto, con relación directa al hombre, él diablo tiene dos límites que no puede trasponer y que dejaremos al docto Padre Royo Marín nos los explique:
El demonio no puede actuar directamente sobre nuestro entendimiento ni mover eficazmente nuestra voluntad. La razón es porque el conocimiento intelectual del hombre se verifica en el presente estado por conversión a los fantasmas [figuras] de la imaginación y no por especies inteligibles puras; luego sólo a través de las especies sensibles, que no rebasan la esfera de la imaginación, pueden los demonios actuar sobre nuestro entendimiento.
Y en cuanto a la voluntad, sólo Dios, Bien infinito y plenamente saciativo, puede arrastrarla invenciblemente; pero ninguna criatura humana o angélica tiene fuerza para tanto. Lo único que el demonio puede hacer es conmover nuestros sentidos externos o inmutar nuestra imaginación con fantasmas o representaciones que puedan influir indirectamente sobre nuestro entendimiento y nuestra voluntad, incitándoles al pecado. Pero como, en fin de cuentas, el pecado no está en los sentidos externos o internos, sino en la advertencia del entendimiento y en el consentimiento de la voluntad, síguese que, si nosotros no queremos, el demonio no podrá jamás arrastrarnos necesariamente al pecado. 1
Es decir, existe en nuestro interior un santuario que sólo puede ser visitado directamente por Dios, el santuario de nuestra voluntad y nuestro entendimiento. Pero eso no quiere decir que el demonio no pueda tocar la puerta de ese recinto, cosa que hace con frecuencia a través de los sentidos, externos, y el interno de la imaginación. Su poder sobre la materia y sobre lo sensible, que lo tiene, le permite a su vez intentar mover a nuestra voluntad a querer lo errado, a nuestro entendimiento a pensar lo incorrecto.
Y hay un límite impuesto por una promesa de Dios:
En el orden de la gracia, sabemos positivamente, puesto que lo ha revelado Dios, que jamás permitirá al demonio que nos tiente por encima de nuestras fuerzas: ‘Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla’ (1 Cor. 10, 13). 2
Entretanto, ese auxilio prometido por Dios nos permite vislumbrar que la tentación demoniaca no es tan poca cosa que Dios no esté pronto a nuestro auxilio para tales ocasiones. Sin embargo, para que Dios nos auxilie en proporción a conseguir la derrota del demonio, hay que pedirle. La gracia suficiente que Dios envía para combatir al demonio, por la debilidad y orgullo del hombre, es comúnmente insuficiente, y hay que implorar auxilios mayores en un continuo relacionamiento con Dios.
Antes de indagar un poco más en la tentación diabólica, digamos junto con Santo Tomás que el diablo quiere la perdición del hombre por tener envidia de la felicidad que puede alcanzar y que para él ya está negada; y por intentar inútilmente de imitar con soberbia a Dios, queriendo gobernar el mundo y las criaturas.
A grandes rasgos son 3 las acciones que el demonio realiza junto al hombre: La tentación, la obsesión y la posesión. La obsesión es una tentación continuada. Y la posesión es poco común. Hablemos pues de la tentación.
Es llanamente la tentación una incitación al pecado, al quebrantamiento de la ley de Dios con relación al hombre. Aunque no todas, muchas tentaciones provienen del demonio y esa es, según San Tomás, su tarea constante, su oficio propio y cotidiano.
Gracias a la explicación anterior sobre hasta dónde puede llegar el demonio en el alma vemos que tentación no es sinónimo de pecado: el demonio propone, pero es el hombre el que decide. El entendimiento advierte que lo que se le está proponiendo está mal, y la voluntad puede rechazar la proposición.
La tentación es ocasión de mérito, cuando se resiste con la ayuda de la gracia, pero no deja de ser un peligro, un peligro grande. Por eso Jesús nos enseñó a pedir constantemente que no caigamos en tentación.
Repitamos finalmente los consejos que da el Padre Royo Marín, para combatir las tentaciones, sabiendo que la preparación de fondo para estas eventualidades es una vida de piedad seria, y bien llevada.
Actitud del alma ante las tentaciones
1) Antes de la tentación, el alma debe vigilar y orar (Mt. 26, 41) para no dejarse sorprender en el momento menos pensado. Debe declarar la guerra a la ociosidad, que es la madre de todos los vicios. Y debe depositar su confianza en Dios, en la Virgen María y en su ángel de la guarda, que puede mucho más que el demonio tentador.
2) Durante la tentación ha de resistirla con energía, ya sea indirectamente (distrayéndose, pensando en otra cosa, etc.), que será el mejor procedimiento para vencer las tentaciones contra la fe o la pureza, ya directamente, abofeteando la tentación y haciendo diametralmente lo contrario a que nos incita (v. gr. poniéndose a alabar a la persona a quien nos empujaba a criticar, aumentado el tiempo de oración en vez de acortarlo o suprimirlo del todo, etc.).
3) Después de la tentación hay que darle gracias a Dios si hemos vencido ( a Él le debemos la victoria), o arrepentirnos en seguida con un ferviente acto de contrición si hemos tenido la desgracia de caer (confesándonos cuanto antes si la caída fue grave y tomando precauciones para no reincidir en el pecado). Si quedamos en duda sobre si consentimos o no en la tentación, hagamos un acto ferviente de contrición (por si acaso) y manifestemos humildemente nuestra duda al confesor, sometiéndola al tribunal de la penitencia en la forma que esté en la presencia de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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1 Royo Marín, Antonio. Teología de la Salvación. 4ta. Edición Revisada. BAC. Madrid. 1997. pp. 74- 75.
2 Ibídem, p. 75.
3 Ibídem, p. 76
Fuente:: Gaudium Press