Discurso Inaugural del Emmo. y Rvdmo. Sr. D. Antonio Mª Rouco Varela, Cardenal-Arzobispo de Madrid, Presidente de la Conferencia Episcopal Española en la apertura de la CII Asamblea Plenaria

CII_plenaria_CEE

CII_plenaria_CEESeñores cardenales, arzobispos y obispos, señor nuncio, sacerdotes, consagrados y laicos colaboradores de esta Casa, amigos todos que nos seguís a través de los medios de comunicación, señoras y señores:

Me complace mucho dar la más cordial bienvenida a cada uno de los Hermanos en el episcopado que acuden una vez más a la cita de nuestra Asamblea Plenaria, en su centésimo segunda reunión. Gracias por vuestra presencia. Dos nuevos Hermanos se unen en esta ocasión a nosotros: Mons. D. Juan Antonio Menéndez Fernández, obispo auxiliar de Oviedo; y Mons. D. Ángel Fernández Collado, obispo auxiliar de Toledo. Los acogemos con todo afecto en esta Asamblea, en la que todos los obispos con cargo pastoral en las diócesis de España nos ayudamos de muchas maneras a llevar adelante el encargo recibido del Señor.

Damos la enhorabuena a Mons. D. Enrique Benavent Vidal, a quien le ha sido encomendado la primavera pasada el cuidado pastoral de la diócesis de Tortosa. Nos complace contar con la presencia del señor nuncio, representante del papa Francisco en España, especialmente ahora que estamos preparando ya la próxima visita ad limina

I. Examen de conciencia, al concluir el Año de la fe

1. El domingo que viene, el papa Francisco cerrará solem­nemente el Año de la fe convocado por Benedicto XVI. En esta Asamblea se nos ofrece una buena ocasión para hacer un cierto balance de nuestra labor como maestros y testigos cua­lificados de la fe en nuestras diócesis, o «Iglesias particulares», y también en el conjunto de la Iglesia que camina en España, o «Iglesia local», procurando, no obstante, como siempre he­mos hecho, no caer en localismos estrechos, sino abiertos, con auténtico espíritu católico, a una mirada universal[i].

Podemos hacer nuestro balance a la luz de la carta apostóli­ca Porta fidei, de Benedicto XVI, por la que convocó el Año de la fe el 13 de octubre de 2011, y también de la primera encíclica del papa Francisco, Lumen fidei, del pasado 29 de junio.

El balance, si no quiere ser engañoso, sino auténtico y verdadero, habría de adoptar la forma de un examen de con­ciencia acerca de si hemos respondido y cómo lo hemos he­cho a la exigencia capital planteada por Benedicto XVI en la mencionada carta apostólica: si lo hemos hecho y cómo en nuestras Iglesias particulares; y si lo hemos hecho y cómo en nuestra Iglesia local, unidos en afecto colegial en la Con­ferencia Episcopal Española, en comunión jerárquica con el sucesor de Pedro. Se trata de la exigencia de «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo». Este hermoso redescubrimiento debe ser hecho en un con­texto socio-religioso y pastoral —en un “sitio en la vida”— que Benedicto XVI describe así:

«Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocu­pan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políti­cas de su compromiso cristiano, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida co­mún. De hecho, este presupuesto no solo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»[ii].

Este diagnóstico, que encontramos en el comienzo de Porta fidei, les vale sobre todo a los pastores de los países de antigua cristiandad; y nos vale hoy con mucha actualidad a los pastores de la Iglesia en España. Responder en la teoría y en la práctica a las exigencias de este diagnóstico es el reto principal que se nos presenta al concluir el Año de la fe; era ya también el reto de las últimas décadas, antes y después del Concilio Vaticano II. Los pastores no podemos esquivarlo ni distraernos con cuestiones diversas, por más relevantes que sean y por más aireadas que resulten en ciertos medios de comunicación. Tampoco pueden esquivarlo los consagrados, ni los fieles laicos. El objetivo planteado para el Año de la fe no ha de ser dado por ya alcanzado cuando llegamos al final de este tiempo de reflexión y de celebración especial de la fe católica. El Año de la fe solo cumplirá sus objetivos si nos ha ayudado a todos a despertar nuestra conciencia acerca de la magnitud del reto planteado por la crisis de la fe en tantas personas; una crisis que nos afecta también a nosotros —pas­tores, consagrados y laicos— cuando vivimos inmersos en la «mundanidad espiritual», según denuncia con frecuencia el papa Francisco, proponiendo la necesidad de una «conver­sión pastoral»[iii].

2. La carta apostólica Porta fidei señalaba luminosamente los hitos principales que habrían de ser recorridos para lograr el “redescubrimiento” del camino de la fe.

a) En primer lugar, la escucha fiel de la Palabra. Es muy significativa a este respecto la afirmación de que «existe una unidad profunda entre el acto con que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento… El corazón indica que el primer acto con que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta lo más íntimo»[iv].

El contenido de la fe, o, si se quiere, el objeto de la fe, dado que es Dios mismo, no puede ser entendido o alcanzado —según se piensa a veces— como si fuera el fruto del esfuer­zo intelectivo o moral del ser humano; no hay fe real y viva si no escuchamos, si no dejamos que sea Dios en su Palabra quien lleve la iniciativa, quien se acerque a nosotros, nos in­terpele y nos invite a acogerlo tal como Él es. Ya lo decía el gran teólogo Romano Guardini:

«La fe es su contenido. La fe se define por lo que cree. La fe es el movimiento vivo hacia Aquel en quien se cree… ¿Adónde se dirige, pues, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo, que se revela en Cristo»[v].

b) Sobre esa base tan dinámica como sólida de la acogida de la revelación que Dios hace de sí mismo en su Palabra en­carnada, la fe se nutre y se desarrolla en la liturgia de la Igle­sia, en la vida cristiana de caridad y en la oración. En efecto, como la fe no es primariamente una opción o un logro huma­no, sino un don divino, el creyente auténtico sabe que ha de recibirla allí donde Dios mismo la da, allí donde Él le sale al encuentro en la historia de los hombres y en la propia biogra­fía. Cristo está vivo en su Iglesia, en la eucaristía, a la que el bautismo y la penitencia abren la puerta de la gracia; en los demás sacramentos, que edifican específicamente la Iglesia y, en general, en la sagrada liturgia. Allí encuentra el creyente la fe: «el sujeto de la fe es la Iglesia»[vi]. O, dicho de nuevo con las certeras palabras de Guardini:

«La Iglesia es la madre que ha dado a luz mi fe. Ella es el aire en el que mi fe respira y el suelo sobre el que se yergue. Ella es propiamente la que cree: la Iglesia cree en mí»[vii].

«La fe sin caridad no da fruto, y la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda»[viii]. No son realidades que se puedan separar realmente, porque, si son verdaderas, van indisolublemente unidas en el sujeto cristia­no y en la vida eclesial. La fe sin caridad no es fe viva. La cari­dad sin fe no es caridad real. Se puede decir, por eso, que la fe se vivifica con la caridad, al tiempo que la caridad se enciende con la fe. De ahí que en el camino de la fe no pueden faltar el desarrollo de las implicaciones del amor a Dios y a los hom­bres, tal como son transmitidas y vividas por la santa Iglesia, en particular, en la vida de los santos, en los que resplandece el hombre nuevo, modelado por la Ley de la caridad explici­tada en los mandamientos divinos.

La oración, junto con los sacramentos, es condición bá­sica de la vida de fe, porque el cristiano es aquel que vive en unión espiritual con Dios de acuerdo con el modelo del Hijo, en cuyo Espíritu, puede llamar a Dios “Padre”, según la enseñanza del Salvador. También la oración es don de Dios y revelación suya.

Naturalmente, como recuerda la carta Porta fidei, hay que tener presente el sentido de camino hacia la fe (o preambula fidei) que tiene o puede tener la búsqueda del sentido último y de la verdad definitiva de la existencia y del mundo de mu­chas personas de nuestro entorno cultural que no reconocen el don de la fe[ix].

Todos estos elementos del camino de la fe se hallan inte­grados en el Catecismo de la Iglesia Católica en un verdade­ro itinerario de iniciación y de vida cristiana que el papa ha vuelto a proponernos en este Año de la fe, cuando celebra­mos también el vigésimo aniversario de la aparición de ese instrumento, tan fundamental para la transmisión y la viven­cia de la fe. El Catecismo, además de una síntesis armoniosa y completa de los contenidos de la fe, es también un medio por el que la Iglesia nos introduce en su Tradición viva, que nos facilita el encuentro salvador con Jesucristo en el hoy de nuestras vidas.

Ese es, en síntesis, el itinerario espiritual, apostólico y pastoral de la nueva evangelización de los países de vieja tra­dición cristiana, como el nuestro, que vale también, con los cambios oportunos, para los de tradición cristiana más joven. Es el itinerario que había sido actualizado por el Concilio Va­ticano II y por el papa Pablo VI (especialmente en la exhor­tación apostólica Evangelii nuntiandi) y luego propuesto y protagonizado por el beato Juan Pablo II con un singular dinamismo misionero, fruto de una personalidad humana y espiritualmente extraordinaria; como también lo fue con ex­cepcional sabiduría por Benedicto XVI.

3. El papa Francisco ha confirmado este itinerario de la vi­vencia y de la transmisión de la fe en nuestro tiempo con una frescura humana y espiritual singulares. Lo ha hecho en sus enseñanzas de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro, hablando a los jóvenes, a los pastores y a los respon­sables del mundo de la política y de la cultura. Y lo ha hecho de modo solemne en su primera encíclica, Lumen fidei.

La encíclica sobre la fe, en el Año de la fe, puede ayudar­nos mucho a afrontar el futuro inmediato de nuestro servicio pastoral a la evangelización; es un instrumento magisterial privilegiado en el que se recoge el tesoro de las enseñanzas del Magisterio del último medio siglo de la vida de la Iglesia, a través, sobre todo, del testimonio de los mártires y de los santos.

La encíclica consta de cuatro capítulos. El primero es una presentación de la fe como el camino abierto por Dios al Pue­blo de la primera y de la segunda alianza. El segundo descri­be lo que es la fe, en sus relaciones con la verdad y con el amor. El tercero se centra en las condiciones que hoy, como siempre, hacen posible la fe, básicamente en su eclesialidad. Y, por fin, el cuarto capítulo explica como la fe no es solo un bien para el que cree, sino también para la vida en común de todos, creyentes y no creyentes.

El papa Francisco habla con frecuencia de la memoria del Pueblo de Dios y de cada creyente, como elemento funda­mental del camino de la fe[x]. También lo hace en Lumen fidei, cuando denuncia el contexto moderno en el que la fe se ve desplazada por la «verdad tecnológica» o por la «verdad del sentimiento». Quien se encierra en las solas posibilidades de la ciencia aplicable en la técnica (cientismos) o en las per­cepciones subjetivas excluyentes de un horizonte de verdad objetiva (relativismos), en realidad está sufriendo un «gran ol­vido», padece falta de «memoria profunda» acerca de lo que nos precede: del origen trascendente de todo y del senti­do del camino común hacia la meta[xi]. Es el olvido de Dios, de la escucha de su Palabra y del deseo de ver su Rostro.

Pero la fe nos trae la memoria de la verdad del amor: «la luz de la fe es la de un Rostro (el de Cristo), en el que se ve al Padre»[xii].

Ahora bien, cuando se habla de la memoria que ejercita la fe, que nos libra de la desmemoria y de la autorreferenciali­dad, se está hablando —dice el papa— de «aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia»[xiii]. Porque, «para transmitir un contenido meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro (…). Pero lo que se co­munica en la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca a la persona en su centro, en el corazón, (…) abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros»[xiv].

Esto sucede así cuando se acepta con humildad el credo, los sacramentos, el Decálogo y la oración del Señor. Son «los cuatro elementos que contienen el tesoro de la memoria que la Iglesia transmite». Ellos nos abren la puerta para «salir del desierto del “yo” autorreferencial, cerrado sobre sí mismo, y entrar en el diálogo con Dios, dejándose abrazar por su mise­ricordia para ser portador de misericordia»[xv].

II. Realizaciones del Plan Pastoral: la Beatificación de mártires del siglo XX y el catecismo Testigos del Señor

Cada uno de nosotros hace en su diócesis el balance del Año de la fe. Sabemos bien que lo que hacemos en la Con­ferencia Episcopal no puede suplir ni pastoral ni teológica­mente el trabajo que realizamos como pastores en nuestras respectivas Iglesias particulares. Pero este es también el mo­mento de repasar las acciones previstas en el Plan Pastoral de la Conferencia que van siendo llevadas a la práctica. El Plan no concluye con el Año de la fe; su vigencia es más larga. Pero fue redactado y aprobado cuando el Año de la fe había sido convocado y se halla marcado por los objetivos de este, cuya aplicación y profundización, como es evidente, tampo­co concluyen el próximo domingo.

1. Los mártires son testigos privilegiados de la fe. En el Plan Pastoral preveíamos la beatificación conjunta de un buen número de mártires del siglo XX en España, para el final del Año de la fe. Hoy podemos decir con satisfacción que esta previsión ha podido ser realizada el domingo 13 de octubre pasado, en Tarragona, donde tuvo lugar la solemne beatifica­ción de 522 mártires.

Fue aquel un domingo luminoso que hará historia. El papa Francisco se hizo presente entre nosotros con un video mensaje especialmente grabado para la ocasión, en el que nos exhortó a ser, como los mártires, «cristianos hasta el final», capaces de «mantener firme la fe, aunque haya dificultades», siendo así «fermento de esperanza y artífices de hermandad y solidaridad», «no cristianos mediocres, cristianos barnizados de cristianismo, pero sin sustancia»[xvi]

En efecto, los mártires del siglo XX, fueron cristianos sus­tanciales. El papa nos exhortaba no solo a imitarlos, sino a pedirles ayuda. Podemos confiar en que ellos comprenden muy bien nuestras dificultadas en el camino de la fe. Ellos se vieron dramáticamente inmersos en la noche del ateísmo del siglo XX. Pero permitieron que la luz de la fe brillara en las ti­nieblas de esa noche. Son nuestros intercesores privilegiados. El mismo papa Francisco, al comienzo de la encíclica Lumen fidei, recoge la observación de san Justino sobre la maravilla del martirio cristiano, en comparación con los cultos paganos a los astros: «“No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol”, decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, “cuyos rayos dan la vida”, llegando a penetrar “hasta las sombras de la muerte”»[xvii].

Sí, los santos y beatos mártires del siglo XX son los grandes testigos de la fe en nuestro tiempo: los veneramos de modo especial al concluir el Año de la fe. Confiamos en que su me­moria y su culto vayan convirtiéndose poco a poco en una referencia normal y habitual en la obra de la evangelización del tercer milenio, en la que nuestras Iglesias particulares, y toda la Iglesia que peregrina en España, se encuentran empe­ñadas, bajo la guía de los papas. La «cultura de la muerte», que ensombrece los grandes logros del mundo moderno, ha de ser iluminada por la luz de la fe. Ha de ser alumbrada una es­peranza más fuerte que la muerte. Las ideologías inmanentis­tas del siglo XX sofocaron esa esperanza y sembraron Europa y el mundo entero de millones de víctimas y de mártires. Son ideologías que no han cedido todavía el paso a un verdadero humanismo. Será muy valiosa la intercesión de los mártires. En comunión con ellos, avanzará la nueva evangelización.

2. El Plan Pastoral preveía también la redacción de un nuevo catecismo, Testigos del Señor, continuación del catecis­mo ya en vigor, Jesús es el Señor, y destinado principalmente a la segunda infancia y primera adolescencia. Aprobado por nuestra última Asamblea Plenaria, el catecismo Testigos del Señor ha obtenido ya también la aprobación del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización y será publicado en los próximos meses.

Nos alegramos mucho de poder hacer este anuncio al concluir el Año de la fe. Porque los catecismos son instrumen­tos imprescindibles para una buena catequesis, sin la cual no es posible una buena transmisión de la fe. Nuestra Conferen­cia da así un gran paso adelante en su programa de preparar catecismos que, recogiendo el espíritu y la letra del Catecis­mo de la Iglesia Católica, acerquen a las diversas etapas de la iniciación cristiana una síntesis armónica y segura de los contenidos de la fe, al tiempo que faciliten a los catecúmenos la maduración progresiva de su encuentro personal con el Señor.

III. Sobre el momento actual de nuestra sociedad y sus implicaciones humanas y morales

1. Como acabamos de recordar, el papa Francisco dedica el último capítulo de la encíclica Lumen fidei a explicar las impli­caciones sociales de la fe. «La fe —escribe— ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hom­bres una ciudad fiable»[xviii]. Es la ciudad de la que habla el Concilio Vaticano II cuando enseña que esa «nueva ciudad» o «nuevo Pue­blo de Dios» se hace realidad, ya «sacramentalmente» presente en la historia, en la Iglesia, de la que dice que tiene «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el reino de Dios y de Cristo. Ella constituye el germen y el comienzo de este reino de Dios en la tierra»[xix].

Con esto se plantea el problema de las siempre complejas y delicadas relaciones entre la Iglesia y el Estado. El Vaticano II precisó criterios doctrinales, filosóficos y teológicos, de no menor actualidad hoy que hace cincuenta años, que permiten comprender y resolver este problema de forma justa y posi­tiva para el bien común. A este respecto, es particularmente interesante el capítulo IV de la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes, donde leemos:

«La comunidad política y la Iglesia son entre sí indepen­dientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, am­bas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos, cuanto procuren me­jor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias del lugar».

La Iglesia —prosigue el Concilio—, «signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana», solo pide poder cumplir su misión de predicar «la verdad evangélica» y de «ilu­minar todas las áreas de la actividad humana por medio de su doctrina y del testimonio prestado por los fieles cristianos»[xx]. En la declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis huma­nae, el Concilio califica la mencionada libertad, que la Iglesia reclama también para sí, como «social y civil»[xxi].

En España, las relaciones entre la Iglesia y el Estado están suficientemente bien reguladas por los Acuerdos entre la San­ta Sede y el Estado Español firmados en 1979. Los Acuerdos reflejan fielmente tanto los principios enseñados por el Con­cilio Vaticano II a este respecto, como los que emanan de la Constitución Española de 1978, especialmente de lo que esta establece en los artículos 16 y 27, máxime si son interpretados a la luz de lo que prescribe el artículo 10, 2[xxii].

2. En virtud de las exigencias de nuestro ministerio pas­toral, no podemos, pues, hacer el balance del Año de la fe, sin atender a algunas circunstancias del momento actual de nuestra sociedad, e incluso de la sociedad internacional, con claras implicaciones humanas y morales de notoria relevancia para el bien común.

a) La crisis económica que padece España, en el contexto de una crisis europea y mundial, a pesar de que se atisben algunas señales del comienzo de la recuperación, exige toda­vía un esfuerzo continuado y generoso. Es necesario reducir sustancialmente el paro, en particular el que sufren tantos jó­venes, que incluso no han podido acceder nunca a un puesto de trabajo. Este esfuerzo demanda una conversión moral de todos los agentes sociales, que ha de manifestarse no solo en unos comportamientos respetuosos de las exigencias funda­mentales de la justicia y de la solidaridad, sino, además, en actitudes de generosidad desprendida en favor del prójimo. Es lo que Benedicto XVI llama en su encíclica Caritas in veri­tate, la actitud de la «gratuidad»[xxiii].

El principio de la gratuidad está activo en la ayuda ge­nerosa que los fieles y otras personas prestan a los que más sufren la crisis, a través de la organización oficial de la caridad de la Iglesia, que son las Cáritas parroquiales, diocesana y su federación nacional, y a través de otras organizaciones o personalmente. Es justo reconocerlo y agradecerlo. Sin esta ayuda la situación de muchos resultaría insostenible. Pero, además, la gratuidad ha de expresarse también en las relaciones económicas de todo tipo, como se explica en Caritas in veritate.

b) Nos preocupa también que la unión fraterna entre to­dos los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios de España, con muchos siglos de historia común, pudiera llegar a romperse. En los últimos once años, la Conferencia Episcopal Española ha aclarado en tres ocasiones los criterios morales y pastorales, de justicia y caridad —criterios que po­demos calificar de prepolíticos— según los cuales habrían de orientarse las conciencias de los católicos y que ofrecemos también a todos los que deseen escucharnos. Esos criterios están hoy plenamente vigentes y toman su fuerza de la Doc­trina Social de la Iglesia acerca de los principios que deben regir la vida de la comunidad política en orden a la promo­ción del bien común. La unidad de la nación española es una parte principal del bien común de nuestra sociedad que ha de ser tratada con responsabilidad moral. A esta responsabilidad pertenece necesariamente el respeto de las normas básicas de la convivencia —como es la Constitución Española— por parte de quienes llevan adelante la acción política[xxiv].

c) Sigue viva también la preocupación por el presente y futuro del matrimonio y de la familia. Sus problemas siguen siendo muy graves y de honda repercusión para el conjunto de la sociedad. Es verdad que las leyes no son ni pueden ser la única ni tal vez la principal solución de estos problemas. Pero las leyes injustas contribuyen mucho al agravamiento de los problemas. Reiteramos una vez más la necesidad de leyes reconocedoras y protectoras del matrimonio y de la familia. La actual legislación, que ni siquiera reconoce la realidad hu­mana del matrimonio en su especificidad con una institución o figura jurídica adecuada, debe ser corregida y mejorada porque compromete seriamente el bien común[xxv].

Pero el egoísmo, que triunfa en la vida matrimonial y fa­miliar de España tal vez como en ningún otro campo de las relaciones sociales, debe ser combatido también en el ámbito de la educación en general y, por supuesto, de la formación católica y de la atención pastoral matrimonial y familiar. El papa Francisco ha puesto de relieve la trascendencia del pro­blema al convocar, de modo casi urgente, nada menos que dos Sínodos de los Obispos consecutivos, en dos años, so­bre la familia y su evangelización. Los procesos sinodales se presentan como ocasiones providenciales no solo para tomar conciencia más honda y precisa sobre la situación real de la pastoral familiar en nuestras diócesis, sino también para revi­sar nuestro compromiso y mejorar nuestra atención en este campo. «El primer ámbito que la fe ilumina en la sociedad de los hombres es la familia»[xxvi], escribe el papa Francisco en Lumen fidei. Recientemente, en el encuentro con las familias en Roma, con motivo del Año de la fe, el papa ha exhortado a los esposos a «ponerse en marcha y caminar juntos. ¡Y esto es el matri­monio! Ponerse en marcha y caminar juntos, tomados de la mano, encomendándose a la gran mano del Señor. ¡Tomados de la mano siempre y para toda la vida! ¡Y haciendo caso omiso de esa cultura de la provisionalidad, que nos hace tri­zas la vida!»[xxvii].

Nosotros, como Iglesia, nos empeñaremos más aún en acompañar a los jóvenes hacia el matrimonio, y a las familias —jóvenes y no tan jóvenes— en ese camino suyo de toda una vida, del que habla el papa. Y, al mismo tiempo, solicitaremos con todo respeto e incansable insistencia a nuestros gober­nantes un giro positivo de la legislación y de la política sobre el matrimonio y la familia.

d) Nos preocupa también que las heridas causadas por el terrorismo a tantas víctimas y a la sociedad entera no se curen por el camino del arrepentimiento, del propósito de la en­mienda y de la satisfacción de las víctimas. Es decir, que no se curen en su raíz por el camino del perdón y de la misericordia buscada, aceptada y concedida de corazón.

e) En el ámbito más amplio de la comunidad internacio­nal, recordamos hoy al pueblo filipino, al que, como católicos y como españoles, nos sentimos particularmente unidos por lazos históricos, religiosos y de familia. La tragedia que está sufriendo en estos días a causa del desastre meteorológico padecido nos apena hondamente y nos mueve a la oración por las víctimas y por tantas personas que lo han perdido todo. Invitamos a todos a prestar también la ayuda material que sea posible a través de Cáritas española, la federación de nuestras Cáritas diocesanas, uno de cuyos encargos principa­les es acudir más allá de nuestras fronteras ayudando a ayudar a las Cáritas locales, en este caso, a las de la Iglesia local de Filipinas. Lo agradecemos en nombre del Señor.

f) También queremos llamar la atención de los católicos y de toda la sociedad acerca de los dramas que padecen tantos cristianos, de distintas confesiones, sometidos a presiones y persecuciones de diverso tipo en varias partes del mundo. Algunos han sufrido ataques sangrientos en los mismos luga­res en los que se reunían para el culto divino. Otros se ven acosados en su vida ordinaria y en su trabajo. Muchos se han visto obligados a abandonar sus casas y su patria para poner a salvo la vida o la tranquilidad de sus familias. Pensamos, en particular, en los cristianos sirios, que malviven en los países vecinos, hacinados en campos de refugiados. Nuestras comu­nidades y nuestros gobernantes deberían buscar los caminos más adecuados para prestar una ayuda efectiva en la solución de los problemas más acuciantes. Pero, sobre todo, no se de­bería olvidar el amplio campo de las relaciones diplomáticas y comerciales, de modo que aquellos que sufren por causa de su fe, de su etnia o de su cultura, puedan sentir al menos que no son abandonados a su suerte.

IV. Elección de un nuevo secretario general

Un punto importante del orden del día de esta Asamblea Plenaria es la elección de un nuevo secretario general de la Conferencia Episcopal. Según los Estatutos de la Conferencia, «la Secretaría General es un instrumento al servicio de la Confe­rencia Episcopal para su información, para la adecuada ejecu­ción de sus decisiones y para la coordinación de las actividades de todos los organismos de la Conferencia» (Art. 38). «Estará re­gida por un secretario general elegido por la Asamblea Plenaria a propuesta de la Comisión Permanente» (Art. 39). «El secretario general ejercerá este cargo por un período de cinco años», con una posible reelección, de acuerdo con lo establecido en la última reforma de los Estatutos también para el presidente de la Conferencia y los demás cargos (ver Art. 28).

Mons. D. Juan Antonio Martínez Camino fue elegido se­cretario general en junio de 2003 y reelegido en noviembre de 2008. Debemos, pues, proceder a la elección de un nuevo secretario.

Deseo agradecerle en nombre de todos los Hermanos a Mons. Martínez Camino sus muchos años de sacrificado ser­vicio a esta Casa. Que Dios se lo pague y le conceda seguir sirviéndole con la misma generosa entrega.

Que la Virgen María, Reina y Madre de la Iglesia, nos asis­ta en el trabajo de estos días para el bien de nuestras Iglesias particulares y de la toda la Iglesia que peregrina en España. Muchas gracias.

Madrid, 18 de noviembre de 2013



[i] Es la terminología a la que nos ha acostumbrado el cardenal Henri de Lubac, para distinguir, por un lado, el ámbito de la Iglesias diocesanas (“particulares”), encomenda­das a sus respectivos obispos, que ejercen en ellas su función de «testigos de la verdad divina y católica» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 24 y 25) y, por otro lado, el ámbito más amplio de una nación o conjunto de naciones, en el que los obispos tra­bajan unidos (en una “Iglesia local”) para el bien de las Iglesias diocesanas. Véase, por ejemplo, H. de Lubac, Diálogo sobre el Vaticano II, BAC, Madrid 1985, pp. 59ss. Escribía allí el insigne teólogo, previniendo contra los localismos: «No olvidemos las numerosas lecciones de la historia. La tentación de constituir Iglesias nacionales no siempre se ha logrado superar. Y no es seguro que incluso en nuestro siglo se consiga vencerla siempre y en todas partes. Al menos, bajo la forma todavía benigna que consistiría en afrontar demasiadas cosas desde una perspectiva demasiado estrecha, o en poner de tal manera el acento en “la Iglesia local”, que se acabe por enfrentarla con otras nacio­nes, o en separarla prácticamente del centro y perder el sentido de la catolicidad» (70).

[ii] Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei, 2

[iii] El papa Francisco les decía a los obispos del Comité de Coordinación del Consejo Episcopal Latinoamericano, en Brasil, el pasado 28 de julio, invitándoles a la reno­vación interna de la Iglesia: «Aparecida ha propuesto como necesaria la conversión pastoral. Esta conversión implica creer la Buena Nueva, creer en Jesucristo, portador del reino de Dios, en su irrupción en el mundo, en su presencia victoriosa sobre el mal; creer en la asistencia y conducción del Espíritu Santo; creer en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y prolongación del dinamismo de la Encarnación» (cf. Ecclesia 3.688-89, 17 y 24 de agosto de 2013, p. 47).

[iv] Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei, 10.

[v] Romano Guardini, Vom Leben des Glaubens (1935), Maguncia 1963 (50º edición), 33: «Der Glaube ist sein Inhalt. Er wird durch das bestimmt, was er glaubt. Der Glaube ist die lebendige Bewegung auf Den hin, an Den geglaubt wird… Wohin geht also der christliche Glaube? Zum lebendigen Gott, der sich in Christus offenbart».

[vi] Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei, 10.

[vii] Romano Guardini, Vom Leben des Glaubenes, 133: «Die Kirche ist die Mutter, die mei­nen Glauben geboren hat. Sie ist die Luft, in welcher er atmet, und der Boden, auf dem er steht. Die Kirche ist eigentlich, welche glaubt. Sie glaubt in mir».

[viii] Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei, 14.

[ix] Véase Benedicto XVI, carta apostólica Porta fidei, 10, al final.

[x] Recordamos bien cómo el cardenal Bergoglio, en los Ejercicios Espirituales que nos dio a los obispos en 2006, comenzó sus meditaciones con una apelación a la memoria: «Como en María (en el Magnificat), la acción de gracias —la adoración y la alabanza— funda nuestra memoria en la misericordia de Dios que nos sostiene, y la esperanza en Él nos pone en pie para combatir el buen combate de la fe y de la caridad para con nuestro pueblo»: Jorge Mario Bergoglio (papa Francisco), En Él solo la esperanza. Ejer­cicios Espirituales a los obispos españoles (15 al 22 de enero de 2006), BAC, Madrid 2013, p. 3.

[xi] Véase Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 25.

[xii] Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 30.

[xiii] Francisco, ibíd., 38

[xiv] Francisco, ibíd., 40.

[xv] Francisco, ibíd., 46

[xvi] Francisco, Videomensaje para la Beatificación del Año de la fe, Tarragona, 13 de octubre de 2013, en: Ecclesia 3.697 (19 de octubre de 2013), 9.

[xvii] Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 1. El papa cita el Diálogo con el judío Trifón, de san Justino (121, 2: PG 6, 758) y, al final de la frase, el Protrepticus de san Clemente de Alejandría (IX: PG 8, 195).

[xviii] Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 50.

[xix] Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 5.

[xx] Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 76.

[xxi] Véase Concilio Vaticano II, declaración Dignitatis humanae, 4-6.

[xxii] Constitución Española, artículo 16: «1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación, en sus manifes­taciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. (…) 3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». -Artículo 27, 3: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». -Artículo 10, 2: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España».

[xxiii] Benedicto XVI, carta encíclica Caritas in veritate, 36.

[xxiv] Véase LXXIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pas­toral Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuen­cias (2002), pp. 26-35; LXXXVIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Orientaciones morales ante la situación actual de España (2006), pp. 70-76; y CCXXV Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, Declara­ción Ante la crisis, solidaridad (2012), pp. 10-12 y Anexo.

[xxv] Véase: XCIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la le­gislación familiar (abril de 2012); Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española, Nota sobre el matrimonio y el fallo del Tribunal Constitucional (8 de noviembre de 2012); C Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Nota sobre la legislación familiar y la crisis económica (22 de noviembre de 2012).

[xxvi] Francisco, carta encíclica Lumen fidei, 52.

[xxvii] Francisco, Discurso a las familias con ocasión del Año de la fe, 26 de octubre de 2013, 2, en: Ecclesia 3.701 (16 de noviembre de 2013) 24.

 

 

Fuente:: SIC

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