De niños y ancianos
Mons. Juan del Río Los protagonistas de las fiestas de Navidad y Epifanía son indudablemente la infancia y los mayores, porque en esos días la humanidad se hace más entrañable para aquellos que viven los extremos de la vida.
Una de las tantas novedades que nos depara cada día el Papa Francisco es su cariño y cercanía con los niños, a la vez su tenaz atención a los ancianos. De esta manera tan expresiva está defendiendo la vida humana ante la “cultura de la muerte” que hace estrago en los no nacidos, crea una mentalidad antinatalista, deja indefensos a niños y margina a los ancianos.
Decía el Cardenal Vietnamita, Van Thuan que “en la cultura budista, en Asia, se habla de cuatro etapas de la vida humana: nacimiento, ancianidad, enfermedad y muerte. En cada una de ellas hay sufrimiento”. Sucede que la cultura actual de occidente padece el drama de la “eterna juventud”. Caracterizada no sólo en modas y comportamientos juveniles a edades que no corresponde, sino por querer seguir gozando de una libertad cuando se tienen pocas ataduras vinculantes. Además, esto conlleva una concepción de vida, donde la muerte es un “tabú”, la “diosa” ciencia debe solucionar todas las enfermedades, y una falta de valoración de la riqueza vital que suponen los niños y los ancianos en el seno familiar.
Un hogar sin críos y mayores, desconoce la espontaneidad de la alegría de las primeras edades y la “sabiduría del corazón” que da la madurez de vida. Muchos señalan que las formas de vida moderna son incompatibles con tener familias numerosas. Que los abuelos llegan a una edad que no son fáciles de atender en las pequeñas viviendas, sobre todo, en las largas y dificultosas nuevas enfermedades y otros factores añadidos.
Ciertamente que las situaciones familiares son variadas y complejas. Que como se dice coloquialmente, cada casa es un mundo y, desde fuera, todo se puede ver de muy distintas maneras. Pero no se trata de hacer valoraciones de casos concretos, sino de denunciar que si queremos que nuestra sociedad perdure hay que cambiar el enfoque y el modo de vida. Nuestro futuro depende de los esfuerzos que hagamos por ayudar a las familias numerosas, en hacer compatible el trabajo y la maternidad, en la protección y educación de la infancia, y en superar la nefasta mentalidad utilitarista acerca de la ancianidad. ¡No todo se debe medir en la vida por el rendimiento!
¿Qué es la vejez? A veces se habla de ella como el otoño de la vida – como decía Cicerón-. La ancianidad se presenta como un “tiempo favorable” para la culminación de la existencia humana y forma parte del proyecto eterno sobre cada hombre o mujer. Es la etapa definitiva de la madurez humana y, a la vez, es expresión de la bendición divina. Descubrir esto es haber aprendido a envejecer, cosa que, por una parte, no es fácil y, por otra, no se cultiva con frecuencia en nuestro ambiente social y familiar. Los ancianos son, en ocasiones, una carga, un estorbo o, a lo más, una paga que ayuda a la economía de la casa. De ahí que constatemos el creciente número de ancianos desamparados. Por eso, la Iglesia Católica, hoy como ayer, trata de ayudarles en todos los aspectos. Prueba de ello los más de 13.000 centros de asistencia para ancianos que tiene en todo el mundo.
Pero, ¿qué nos dan los niños? Cuando nace una criatura siempre trae el mensaje de que Dios no ha perdido la esperanza en los hombres. Cada niño es un proyecto de humanidad nueva, totalmente dependiente de los que lo acogen, pero distinto a ellos. Viene con su identidad, aunque al inicio sólo posea sus llantos, sus sonrisas, sus abrazos, pero encierra tal misterio de amor e inocencia, que es capaz de ablandar el corazón más endurecido de un adulto. ¡Cuántos hijos no esperados, venidos en situaciones difíciles, luego han alegrado a tantos padres y abuelos! Pues bien, para Jesús de Nazaret son tan importantes que, ellos son el signo de la verdadera conversión evangélica: “dejad a los niños y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos” (Mt 19,13). Hacerse como niño es sentirse confortados y asegurado en las “manos” de Dios Padre. Es vivir en confianza la alegría del seguimiento a Cristo cada día.
+ Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España
Fuente:: Mons. Juan del Río
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