Balance y clausura del Año de la Fe
Mons. Adolfo González Montes Queridos diocesanos:
1 Con la celebración de la solemnidad de Cristo Rey llegamos a la clausura del Año de la fe, que hemos vivido con intensidad, en la esperanza de obtener del Señor la gracia de renovación de la vida cristiana. Está vivo el recuerdo de la apertura de este año de gracia el 11 de octubre de 2012, cuando se cumplían los cincuenta años de la apertura del II Concilio del Vaticano por el beato Papa Juan XXIII. En aquella ocasión el Señor nos deparó la gracia a todos los obispos presentes en Roma de concelebrar la Misa con el Santo Padre Benedicto XVI, que promulgó el Año de la fe un año antes mediante la Carta apostólica «Porta fidei» (11 octubre 2011).
El Papa se proponía volver sobre las enseñanzas del Concilio, que terminó y con aplicación infatigable puso en marcha el siervo de Dios Pablo VI, en dos décadas particularmente difíciles como fueron los años sesenta y setenta del primer postconcilio. El beato Juan Pablo II hizo del Concilio programa de su pontificado y desarrolló la doctrina conciliar sobre la Iglesia, desarrollando todas sus potencialidades teológicas con la ayuda del Sínodo de los Obispos, que había puesto en marcha Pablo VI. Las exhortaciones sobre la Iglesia en cada uno de los continentes fueron convirtiéndose en referencias fundamentales de la presencia y misión de la Iglesia en las diversas latitudes del mundo. Finalmente, Benedicto XVI había salido al paso de interpretaciones rupturistas del Concilio de quienes vieron en él un “pretexto” para la ruptura con la tradición normativa de la Iglesia.
Al invitar a los pastores y a todos los fieles a volver a las enseñanzas del Concilio, interpretándolo en la que él llama una “hermenéutica de la continuidad”, Benedicto XVI proponía aplicar en Concilio teniendo en cuenta la tradición normativa de fe y práctica de conducta de la Iglesia, que no puede variar porque la hemos recibido de Cristo y de los Apóstoles. Por esto el Papa hoy emérito invitaba a la fidelidad a la tradición de fe como trampolín de proyección de la Iglesia hacia el futuro de la sociedad, llevando a cabo una profunda renovación de la vida cristiana.
2 Para ello, en tiempo de especial dificultad, cuando las opiniones desplazan las enseñanzas de la Iglesia, Benedicto XVI quiso asociar a la conmemoración de los cincuenta años del Concilio, la celebración del vigésimo aniversario de la promulgación por Juan Pablo II del Catecismo de la Iglesia Católica, uno de los frutos más granados de la renovación conciliar. La renovación de la comunidad cristiana pasa por la renovación de la catequesis, y ésta consiste ante en el compromiso de transmisión fiel de la doctrina de la fe apostólica enseñada por la Iglesia, y en la apropiación sincera de la voluntad de Cristo de que le sigamos en fidelidad al modelo de conducta que él nos propone, practicando los mandamiento divinos y viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas. Por eso hemos querido poner este Año de la fe un acento especial en la fidelidad a la doctrina de la fe. ¿Cómo podremos transmitir la fe a las nuevas generaciones sin permanecer fieles a ella?
Sin embargo, la transmisión de la fe requiere un singular empeño por nuestra parte en practicarla. Es necesaria aquella coherencia de vida que haga creíble nuestro anuncio y nuestras prácticas religiosas. Lo decía Benedicto XVI en su Carta apostólica: «La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llama dos, efectivamente, a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó» (Porta fidei, n. 6). Las manifestaciones religiosas son de importancia, particularmente las inspiradas por la piedad popular, pero han de ser secundadas por el respaldo de una vida convertida en testimonio de fe por parte de cada cristiano allí donde su presencia se hace fermento en la masa para la transformación del mundo conforme a la voluntad de Dios.
3 Todo el esfuerzo que hemos puesto este Año de la Fe en concienciar a cada uno de los sectores o colectivos integrados en el cuerpo eclesial ha sido con esta finalidad: que el avivamiento de la conciencia de los cristianos les impulse a una coherencia de vida que los convierta en testigos del Evangelio. Así niños y jóvenes, particularmente los que han recibido el sacramento de la Confirmación este año, han tenido en las convocatorias de este año una aportación de gracia añadida para que su vivencia del sacramento del Espíritu, en el caso de los confirmados, y el entusiasmo que suscita el seguimiento de Jesús entre los niños y jóvenes que se sienten cristianos y quieren serlo de verdad. La Jornada Mundial de la Juventud de Río hubiera requerido una presencia de nuestros jóvenes que la distancia y la crisis impidió, pero muchos fueron los que vivieron el espíritu de Río y unidos en oración y objetivos, revivieron la JMJ de 2011 en Madrid.
Los cofrades fueron invitados a profundizar en la espiritualidad de sus respectivas asociaciones de fieles y a hacer de la veneración y el culto a las sagradas imágenes de pasión y gloria un itinerario penitencial de renovación cristiana y una proclamación convertida en vida de la esperanza de gloria a la que aspiramos. Las familias fueron convocadas para que la luz que la revelación de Cristo arroja sobre el misterio dela mor humano fecunde la vida en común del hombre y de la mujer, de los padres y los hijos; porque la familia es imagen de la Iglesia y como “eclesiola” o “iglesia doméstica” es el ámbito privilegiado conde se despierta a la fe.
Lo mismo ha sucedido este año los jóvenes llamados al sacerdocio y a la vida religiosa. Los seminaristas diocesanos acudieron esta vez a Roma, para las jornadas dedicadas a las vocaciones de especial consagración. Con ellos y los formadores vivimos unos días de comunión con el Papa Francisco inolvidables. No habrá Iglesia del futuro sin los ministros ordenados, sin sacerdotes que se ocupen en ser pastores inmediatos de las comunidades cristianas en estrecha comunión con el Obispo como sucesor de los Apóstoles y principio visible de unidad de la Iglesia diocesana.
Este recuento y balance no puede olvidar los programas que en el Año de la fe han cubierto los sacerdotes diocesanos y los religiosos y religiosas, programas que han tenido la formación permanente en el centro de la reflexión y los retiros espirituales como medio de avivar en íntima relación con Dios el compromiso del propio ministerio y de la vida consagrada.
4 Durante este Año de la fe hemos aprobado, además, el nuevo Plan pastoral diocesano, que estará vigente los próximos cuatro años. Está centrado en el programa de siempre de la Iglesia: la evangelización, pero que ha adquirido una particular urgencia como llamada de los papas de nuestro tiempo en forma de compromiso para una “nueva evangelización” al servicio de la transmisión de la fe. Fue el tema del Sínodo de los Obispos del año pasado, en el que participamos unos quinientos obispos de todo el mundo. Al tema y al acontecimiento sinodal he dedicado pasadas reflexiones. Valga recordar lo que escribía en la presentación del nuevo Plan pastoral a propósito del alejamiento de la sociedad actual de la concepción cristiana de la vida: «La evangelización pasas por mostrar que, en verdad, el cristianismo le conviene a una sociedad que tiene la tentación de abandonar la fe de sus padres. En este sentido, la nueva evangelización, objetivo general prioritario, pasa por revitalizar la fe de los creyentes, la fe de la comunidad eclesial mediante una acción pastoral que la haga más consciente de esta fe que profesa».
5 Promulgado por Benedicto XVI, el Año de la fe ha encontrado en el nuevo Papa Francisco un impulso decisivo. Las peregrinaciones que han acudido a Roma y las Jornadas allí vividas en torno a Francisco han impactado fuertemente sobre todos, entre las que quiero destacar las Jornada mariana vivida el sábado 12 de octubre en la plaza de San Pedro, en la que el Papa Francisco pidió la protección de María ante la imagen de la Virgen de Fátima llevada a Roma para la ocasión.
Nadie es indiferente ante el coraje y las propuestas que el Papa Francisco hace de una vida más evangélica y acorde con un mundo lleno de desigualdades, donde los más pobres sufren y mueren acosados por la dureza de la vida. La fraternidad, nombre propio que el cristiano da a la solidaridad, descansa sobre la fe en un Padre común y el mismo y único Redentor del pecado y las miserias de los seres humanos. Una fe que es don del Espíritu de amor “que procede del Padre y del Hijo” y todo lo llena con su acción fecunda.
6 Quiero terminar refiriéndome a la nueva beatificación de los mártires del siglo XX en España el pasado 13 de octubre. Los obispos habíamos programado la beatificación de 522 mártires que se suman a los ya beatificados, once de ellos ya canonizados. La Iglesia de España avivaba la memoria de quienes dieron su vida por la fe y no por una causa política. La incomprensión de algunos sectores nada puede hacer por cambiar los hechos históricos. Los católicos fueron perseguidos “por odio a la fe”, y se pretendió su exterminio de la Iglesia. Los mártires acompañan la historia de la fe cristiana y su unión a Cristo crucificado nos ayudará a vivificar una fe que hoy se debilita. Los mártires de ayer padecieron por Cristo adversidades sin cuento, a las cuales hay que sumar las adversidades las adversidades que padecen los mártires de hoy. Unos y otros nos ayudan a nosotros a superar las dificultades que conlleva una vida de fe coherente. Así nos lo recordaba el Papa Francisco en el rezo del Ángelus del pasado domingo, refiriéndose a los cristianos hoy perseguidos en tantos países: «Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más en Él, en la fuerza de su Espíritu y de su gracia En este momento pienso y pensamos todos, hagámoslo juntos, pensemos en tantos hermanos cristianos que sufren persecuciones a causa de su fe. ¡Hay tantos! Quizá más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos».
Dar testimonio de la realeza de Cristo frente a los poderes de este mundo fue el motivo de persecución y martirio desde los orígenes de la Iglesia. Es parte sustantiva de la historia de la Iglesia y de la fe. Contra la tentación de los poderes mundanos la fe nos ayuda a confesar al único Señor de la historia que ha entregado el poder y la gloria a su Hijo, de suerte que, para nuestro bien, “Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre” (Filp 2,11).
Que el Año de la fe que clausuramos se convierta ahora en un impulso de futuro como valiosa experiencia que ha fortalecido la fe, haciéndonos más capaces de afrontar el desafío de una sociedad que se aleja de sus orígenes cristianos mediante un empeño mayor en la necesaria nueva evangelización.
Con mi afecto y bendición.
Almería, a 24 de noviembre de 2013
Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
Fuente:: Mons. Adolfo González Montes
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