Atraer a las almas por la predicación de la verdad
Conquistar hijos para la Santa Iglesia Católica es la obra de caridad más importante. A partir de Benedicto XV, los pontífices han venido publicando documentos con el especial objetivo de instruir y animar a los que se lanzan a esa tarea.
Redacción
Martirio de los santos Isaac Jogues y Juan de La Lande, detalle de «Los mártires jesuitas de Canadá», Quebec (Canadá) – Foto: Reproducción
¿Qué significa ser misionero?
La grande y santísima misión confiada a sus discípulos por Nuestro Señor Jesucristo, al tiempo de su partida hacia el Padre, por aquellas palabras: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las naciones» (Mc 16, 15), no había de limitarse ciertamente a la vida de los Apóstoles, sino que se debía perpetuar en sus sucesores hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera en la tierra hombres para salvar la verdad. […]
Aun en los tres primeros siglos, cuando una en pos de otra suscitaba el infierno encarnizadas persecuciones para oprimir en su cuna a la Iglesia, y todo rebosaba sangre de cristianos, la voz de los predicadores evangélicos se difundió por todos los confines del Imperio romano. Pero desde que públicamente se concedió a la Iglesia paz y libertad, fue mucho mayor en todo el orbe el avance del apostolado; obra que se debió sobre todo a hombres eminentes en santidad. […]
Muchos de ellos, en el desempeño de su apostolado, han llegado, a ejemplo de los Apóstoles, al más alto grado de perfección en el ejercicio de las virtudes; y no son pocos los que han confirmado con su sangre la fe y coronado con el martirio sus trabajos apostólicos.
Pues bien: quien considere tantos y tan rudos trabajos sufridos en la propagación de la fe, tantos afanes y ejemplos de invicta fortaleza, admitirá sin duda que, a pesar de ello, sean todavía innumerables los que yacen en las tinieblas y sombras de muerte. […]
Nos, pues, llenos de compasión por la suerte lamentable de tan inmensa muchedumbre de almas, no hallando en la santidad de nuestro oficio apostólico nada más tradicional y sagrado que el comunicarles los beneficios de la divina Redención, vemos, no sin satisfacción y regocijo, brotar pujantes en todos los rincones del orbe católico los entusiasmos de los buenos para proveer y extender las Misiones extranjeras. […]
Pero quienes deseen hacerse aptos para el apostolado tienen que concentrar necesariamente sus energías en lo que antes hemos indicado, y que es de suma importancia y trascendencia, a saber: la santidad de la vida. Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar, como ha de huir del pecado quien a los demás exhorta que lo detesten. […]
Supóngase un misionero que, a las más bellas prendas de inteligencia y carácter, haya unido una formación tan vasta como culta y un trato de gentes exquisito; si a tales dotes personales no acompaña una vida irreprochable, poca o ninguna eficacia tendrá para la conversión de los pueblos, y aun puede ser un obstáculo para sí y para los demás.
El misionero deber ser dechado de todos por su humildad, obediencia, pureza de costumbres, señalándose sobre todo por su piedad y por su espíritu de unión y continuo trato con Dios, de quien ha de procurar a menudo recabar el éxito de sus negocios espirituales, convencido de que la medida de la gracia y ayuda divina en sus empresas corresponderá al grado de su unión con Dios. […]
Con el auxilio de estas virtudes caerán todos los estorbos y quedará llana y patente a la verdad la entrada en los corazones de los hombres; porque no hay ninguna voluntad tan contumaz que pueda resistirles fácilmente. El misionero que, lleno de caridad, a ejemplo de Jesucristo, trata de acrecentar el número de los hijos de Dios, aun con los paganos más perdidos, ya que también éstos se rescataron con el precio de la misma sangre divina, ha de evitar lo mismo el irritarse ante su agresividad como el dejarse impresionar por la degradación de sus costumbres; sin despreciarlos ni cansarse de ellos, sin tratarlos con dureza ni aspereza, antes bien ingeniándose con cuantos medios la mansedumbre cristiana pone a su alcance, para irlos atrayendo suavemente hacia el regazo de Jesús, su Buen Pastor. […]
Porque ¿qué dificultad, molestia o peligro puede haber capaz de detener en el camino comenzado al embajador de Jesucristo? Ninguno, ciertamente; ya que, agradecidísimo para con Dios por haberse dignado escogerle para tan sublime empresa, sabrá soportar y aun abrazar con heroica magnanimidad todas las contrariedades, asperezas, sufrimientos, fatigas, calumnias, indigencias, hambres y hasta la misma muerte, con tal de arrancar una sola alma de las fauces del infierno.
Fragmentos de: BENEDICTO XV.
Maximum illud: AAS 11 (1919), 440-450.
La obra de caridad más grande
No necesitamos ponderar cuán indigno sería de la caridad, con que debemos abrazar a Dios y a todos los hombres, el que, contentos con pertenecer nosotros al rebaño de Jesucristo, para nada nos cuidásemos de los que andan errantes fuera de su redil.
El deber de nuestro amor exige, sin duda, no sólo que procuremos aumentar cuanto podamos el número de aquellos que le conocen y adoran ya «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24), sino también que sometamos al imperio de nuestro amantísimo Redentor cuanto más y más podamos, para que se obtenga cada vez mejor «el fruto de su sangre» (Sal 29, 10), y nos hagamos así más agradables a Él, ya que nada le agrada tanto como el que los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (cf. 1 Tim 2, 4).
Y si Cristo puso como nota característica de sus discípulos el amarse mutuamente (cf. Jn 13, 35; 15, 12), ¿qué mayor ni más perfecta caridad podremos mostrar a nuestros hermanos que el procurar sacarlos de las tinieblas de la superstición e iluminarlos con la verdadera fe de Jesucristo? Este beneficio, no lo dudéis, supera a las demás obras y demostraciones de caridad tanto cuando aventaja el alma al cuerpo, el Cielo a la tierra y lo eterno a lo temporal.
Fragmento de: PÍO XI.
Rerum Ecclesiæ: AAS 18 (1926), 68.
Dos campos opuestos: con Cristo o contra Cristo
Bien sabéis, Venerables Hermanos, que casi toda la humanidad tiende hoy a dividirse en dos campos opuestos: con Cristo o contra Cristo. El género humano se ve hoy en un momento sumamente crítico, del cual se seguirá o la salvación en Cristo o la más espantosa ruina. Es verdad que la actividad y el esfuerzo eficaz de los predicadores del Evangelio luchan por propagar el Reino de Cristo; pero hay también otros heraldos, quienes, reduciendo todo a la materia y rechazando toda esperanza en una existencia feliz y eterna, trabajan por llevar a los hombres a una vida incompatible con la dignidad humana.
Con toda razón, la Iglesia católica, madre amantísima de todos los hombres, llama a todos sus hijos, diseminados por toda la tierra, para que se esfuercen, según las propias posibilidades, por cooperar con los intrépidos sembradores de la verdad evangélica, ayudándolos con limosnas, oraciones y vocaciones misioneras. Con insistencia materna los invita a que «se revistan de entrañas de misericordia» (Col 3, 12); a que tomen parte en el trabajo misional, si no personalmente, al menos con el deseo; a que, finalmente, no dejen irrealizado aquel deseo del benignísimo Corazón de Jesús, el cual «vino a buscar y salvar lo que había perdido» (Lc 19, 10).
Fragmento de: PÍO XII.
Evangelii præcones: AAS 43 (1951), 527-528.